«Soy un intelectual privado» (Piergiorgio Bellocchio)

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«Soy un intelectual privado» (Piergiorgio Bellocchio)


Reproducimos a continuación la última entrevista pública concedida por Piergiorgio Bellocchio, realizada por Antonio Gnoli en 2014 para el diario La Repubblica. Ediciones El Salmón publica ahora De la parte equivocada,  primer volumen de la trilogía «Limitar el deshonor».
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«Soy un intelectual privado: ¡qué maravilla no contar para nada!»

Crítico literario y escritor, una pasión por la política y la edición jamás extinguida, Piergiorgio Bellocchio nos cuenta cómo creó dos históricas revistas, y por qué con 83 años sigue pensando que en la vida es necesario «limitar el deshonor».


El taxista que me lleva desde la estación de tren de Piacenza hasta el Círculo de la Unión —un lugar sobrio, como de otra época, donde se come, se lee el periódico, se juega a las cartas, y donde me espera Piergiorgio Bellocchio— dice que él apoya a la Liga Norte de Matteo Salvini. Dice que no quiere más «negros en nuestra ciudad». Dice que ahora que ha muerto su madre, quiere mudarse a Santo Domingo, donde hay «cantidad de tías buenas y la vida es más barata». Dice que no puede evitarlo. Que por culpa de la reforma de las pensiones de Elsa Fornero ya no podrá recibir pensión alguna. Añade un alud de palabras que no citaré aquí: andrajos ideológicos, prejuicios baratos, resentimiento profundo, quejas que brotan de un desequilibrio que viene de lejos y que jamás se ha curado. «Esa voz no es representativa de la ciudad. Pero nos advierte que ha tenido lugar algo irreversible en las fracturas que atraviesan la sociedad», observa Bellocchio. He concertado una entrevista con él porque como intelectual y escritor es una excepción. Un provinciano de mirada universal. Coherente. Apartado. Un moralista sin moralismos. Sin anteojeras.

¿Quién es el abogado Bellocchio que figura entre los fundadores del Círculo?
Era mi padre. Si hubiera solicitado entrar en el Círculo hace cuarenta años (aunque jamás tuve la menor intención de hacerlo) seguramente me habrían vetado en tanto que traidor a mi clase. Ahora aceptan a todo el mundo con tal de que paguen la cuota mensual. Prefiero a la vieja burguesía, que sabía distinguir. Hoy ha desaparecido.

¿Cómo es la vida en Piacenza para alguien como usted?
La de una persona de ochenta y tantos años que, amén de los agravios connaturales a la edad, padece otras ofensas añadidas por parte de la administración. ¿Quién es capaz hoy en día de descifrar una factura de gas, de teléfono, o las actas de la comunidad de vecinos, los impuestos? Yo ya no tengo fuerzas para hacerlo, y la cosa me cabrea y me indigna. Números, siglas, fórmulas misteriosas. Tampoco consigo leer los periódicos, ni ver la tele o ir al cine. Estamos bombardeados por publicidad. Asediados telefónicamente por ofertas supuestamente inmejorables. El libre mercado ha sacado lo peor de nosotros. Añoro la época de los monopolios.

¿Cómo era la relación con su padre?
Murió cuando yo tenía 24 años. Fue una relación obviamente muy conflictiva. Empezando por las desilusiones en el plano académico.

Me lo imaginaba como un estudiante modelo.
Todo lo contrario. Una educación humanística tirada a la basura. No soportaba el runrún académico y el conformismo cultural. Tenía ganas de escribir y de leer otras cosas.

¿Escribir el qué?
Quería ser periodista. Es más, al principio, dada mi predisposición al dibujo, me habría encantado dibujar viñetas.

¿Y qué pasó?
Mi pasión periodística, amén de editorial, me llevó a optar por la autogestión, tanto en el caso de Quaderni piacentini como con Diario): que además es de lo que más orgulloso me siento.

Empecemos con Quaderni piacentini. ¿Cómo se gestó?
Retrocederé un poco: con varios amigos, tuvimos la idea de crear un círculo para debatir sobre política y cultura. Conseguimos invitar a personajes como Danilo Dolci, Paolo Grassi, Carlo Bo, Ernesto de Martino, Franco Fortini.

Sobre todo Fortini fue muy importante para Quaderni.
Con él la relación fue decisiva y difícil. Era invisible para el poder político y cultural, lo que para mí constituía un valor. Me atraía su capacidad de ofrecer una versión más heterodoxa y menos predecible del marxismo.

Más Brecht y menos Lenin.
En su momento, Fortini me preguntó qué es lo que más me gustaba de Brecht. «La Ópera de los tres centavos», contesté. «Se ve que no es usted marxista —replicó—. Santa Juana de los mataderos es su mejor obra», añadió con énfasis. En el fondo, mi incapacidad para ser plenamente marxista equivalía para él a un vacío espantoso.

¿Y para usted?
Pues en aquella época para mí también lo era un poco. Pero jamás me abstuve de frecuentar ciertas compañías «sospechosas». Y muy pronto entendí que mi tabla de salvación radicaba en esa indisciplina.

Un año antes de crearse Quaderni piacentini, es decir, en 1961, se creó en Turín Quaderni rossi, la revista fundada por Raniero Panzieri. ¿Fue con el fin de responder a ciertas concepciones asentadas en la izquierda?
La izquierda, sobre todo la izquierda comunista, había sufrido dos crisis muy graves: la derrota en las elecciones de 1948, y el trauma de 1956. Pero entre nosotros y Quaderni rossi había una distancia considerable. Ellos tenían su centro de gravedad en las fábricas. Nosotros en la sociedad, los individuos, la vida, las ideas.
[…]
Quaderni piacentini cerró en 1984. Se dijo que la revista murió con muy buena salud.
La autogestión terminó en 1980. Habíamos pasado de tirar 12.000 copias en 1968, a cerca de 5.000, que no estaba nada mal. Pero la función «agitadora» había pasado a un segundo plano, y había crecido la parte académica; no era malo, pero no dejaba de ser algo académico.

Impresionaban las primeras palabras del primer número: «Limitar el deshonor». ¿Qué querían decir?
Ser conscientes de que había tenido una derrota histórica e inapelable, pero sin pasarse al enemigo.

Un año después, en 1985, dio vida junto a Alfonso Berardinelli a Diario.
Duró menos de una década. Alfonso y yo queríamos una revista que atacase valores y lugares comunes de la izquierda, que seguía pretendiendo ser diferente e inmune al contagio de la cultura dominante.

Se trataba, como afirmó en una ocasión, de una «obra por entregas» (en 2010, Quodlibet publicó la colección completa de Diario).
Era periodismo inactual. Durante ocho años fue un experimento tanto literario, con géneros rara vez practicados, como editorial, al margen de los prejuicios y convenciones de los editores. Nuestra propuesta eran autores como Kierkegaard, Leopardi, Herzen, Thoreau, Simone Weil o George Orwell, autores a quienes leer sin cautelas interpretativas. Muchos antiguos camaradas no aprobaban lo que estábamos haciendo […].

¿Qué tipo de educación tuvo?
Levemente católica. Mis primeras simpatías políticas, con 16 años, eran hacia el Partido Comunista. Pero al proceder de Acción Católica, no tenía la menor intención de entrar en otra iglesia.

¿Qué lecturas contribuyeron a su formación?
Mucha narrativa de los siglos XIX y XX. La literatura puede ser un capricho, una obsesión, un lujo inútil. Pero también un instrumento imprescindible para conocer la sociedad y la historia. Un libro que me impactó mucho fue Cartas de condenados a muerte de la Resistencia, que leí en 1952. Cuando terminó la guerra no tenía ni idea de qué había pasado.

En 1946 habían tenido lugar los juicios de Núremberg.
Es cierto. Pero aún no se era consciente de la magnitud de lo ocurrido. Las dimensiones de la persecución contra los judíos eran increíbles. No es casual que Primo Levi no encontrase editor: Einaudi rechazó publicar Si esto es un hombre, uno de los libros fundamentales de la cultura del siglo XX. […] Otro libro que contribuyó a mi formación fue Minima moralia, de Adorno, en 1954.
Traducido por Renato Solmi, uno de los individuos más inteligentes y atormentados que ha habido.
En mi opinión era un genio, aunque por desgracia también lo era en el rigor que se autoimpuso. A él le debemos el texto más bello jamás publicado en Quaderni piacentini: un ensayo de casi cien páginas dedicado a la Nueva Izquierda norteamericana, aparecido en 1965. Solmi siguió la evolución de una izquierda cuyas raíces no eran comunistas, sino radicales.
[…]

Volvamos a su familia.
Era muy numerosa. Éramos ocho hijos. Yo era el tercero, y Marco, nacido en 1939, el último.
Marco Bellocchio, el director de cine. Su debut, Las manos en los bolsillos, fue fulgurante.
Sí, fue increíble. Me dio a leer el guion y le dije que era malísimo. Pero después, cuando vi las primeras escenas, me quedé boquiabierto. Es una película excelente.

Las manos en los bolsillos, que se estrenó en 1965, era un acto acusatorio contra la familia burguesa, contra sus males y sus neurosis. Su hermano pareció tomar a su familia como modelo. ¿Cómo reaccionaron?
¿Cómo crees que reaccionamos? A mi madre y a mis hermanas no les sentó muy bien. Hasta a mí me molestó un poco. Después, con el tiempo, comprendí que las películas de Marco siempre tienen algo un poco violento.

¿En qué sentido?
Se tiene a menudo la impresión de ser copartícipes, de que se nos está señalando y poniendo una lupa encima. Es su forma de actuar con libertad incluso ante la esfera privada. Pero sus decisiones nacen de una honestidad absoluta y de una coherencia que me gusta mucho.

¿Cree que es necesario seguir tratando de «limitar el deshonor»?
Por supuesto. Para no convertirse en putas.

¿Hay muchas por ahí sueltas?
En cantidades industriales.

¿Qué tipo de intelectual creer haber sido?
No me lo pregunte a mí. Además, desde hace mucho tiempo soy un intelectual casi exclusivamente privado. Hace más de veinte años que no tengo editor. No escribo en periódico alguno. Desde que Diario cerrara en 1993, no he dejado de emborronar hojas con notas, apuntes, y a veces pego en ellas recortes de periódicos —exiguas muestras del horror y sordidez cotidianos— intercalados con reproducciones de imágenes de un pasado que, visto desde el presente, parece mejor.

¿Se siente más cercano a Montaigne que a Marx?
De Marx conservo sobre todo su materialismo y su moralismo a la hora de ver que los conflictos sociales están por doquier y que tal vez sean imposibles de superar en el plano político. Entre mis lecturas de los años sesenta estaban La Rochefoucauld, La Bruyère, Chamfort. Sí, los moralistas franceses fueron para mí un modelo a seguir.

¿Y Karl Kraus?
Lo leí más adelante. No pertenece a mi formación intelectual. Adorno y Horkheimer sí. Pero me pregunto que entendí de ellos en aquel entonces. Es un misterio. Evidentemente, cuando uno siente una sed terrible de lecturas, asimila incluso lo que no entiende, o lo que entiende a su manera.

¿Qué es ser un maestro?
Es ser alguien que sabe transmitir algo y también sabe dar ejemplo.
Los tiempos que vivimos son años de «finis sinistrae». ¿Qué le parece a usted?
La izquierda tal y como la conocimos ha llegado a su fin, y probablemente no sea nada malo.

¿No es usted demasiado orgulloso y desdeñoso?
¿Por qué? Después de todo, muy pocos tenemos el privilegio de «no contar para nada».

(Traducción de Salvador Cobo)

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