Caso 1: Los piaroa, una sociedad muy igualitaria que se extiende a lo largo de los afluentes del Orinoco y que la etnógrafa Joanna Overing describe como anarquista. Los piaroa dan un gran valor a la libertad individual y a la autonomía, y son muy conscientes de la importancia de garantizar que nadie esté jamás bajo las órdenes de otra persona, o de la necesidad de asegurar que nadie controle los recursos económicos hasta el punto de que pueda emplear dicho control para constreñir la libertad de los demás. Pero también insisten en que la propia cultura piaroa fue la creación de un dios malvado, un bufón caníbal bicéfalo. Los piaroa han desarrollado una filosofía moral que considera la condición humana atrapada entre el «mundo de los sentidos» —de deseos salvajes, presociales—, y el «mundo del pensamiento». Crecer significa aprender a controlar y canalizar dichos deseos a través de una atenta consideración hacia los demás y cultivar el sentido del humor. Pero este proceso se ve entorpecido por el hecho de que todas las formas de conocimiento tecnológico, por otro lado muy necesario para la vida cotidiana, tienen su origen en elementos de locura destructiva. Del mismo modo, si bien los piaroa son famosos por su pacifismo —no se conoce el asesinato y creen que cualquier ser humano que matase a otro caería fulminado al instante y moriría del modo más horrible—, habitan un mundo en constante guerra invisible, en que los magos repelen los ataques de dioses predadores locos, y todas las muertes responden a asesinatos espirituales y deben ser vengadas mediante la masacre mágica de comunidades enteras (lejanas y desconocidas).
Caso 2: Los tiv, otra sociedad notoriamente igualitaria, construyen sus casas a lo largo del río Benue, en el centro de Nigeria. En comparación con los piaroa, su vida doméstica es bastante jerárquica: los varones adultos suelen tener varias mujeres e intercambian entre ellos los derechos sobre la fertilidad de las mujeres jóvenes. Los varones jóvenes se pasan gran parte de la vida vagando por el poblado paterno como solteros dependientes. Los tiv no lograron mantenerse fuera del alcance de las incursiones en busca de esclavos en siglos pasados, sus tierras tenían mercados locales y se producían ocasionalmente pequeñas guerras entre clanes, aunque la mayoría de las disputas se solucionaban en grandes «asambleas» comunales. No existían instituciones políticas mayores que el poblado; de hecho, cualquier cosa que se asemejara un poco a una institución política se consideraba sospechosa per se o, para ser más precisos, rodeada de un áurea de horror oculto. Esto era así, como dijo en pocas palabras el etnógrafo Paul Bohannan, debido a como veían la propia naturaleza del poder: «los hombres consiguen poder consumiendo la sustancia de los otros». Los mercados estaban protegidos, las normas que los regían se hallaban reforzadas por amuletos que encarnaban las enfermedades y cuya fuerza provenía de partes del cuerpo humano y de la sangre. Los emprendedores que lograban crearse una cierta fama, riqueza o clientela, eran por definición brujos. Sus corazones estaban cubiertos por una sustancia llamada tsav, que solo podía crecer si comían carne humana. Aunque muchos intentaran evitarlo, se dice que existía una sociedad secreta de brujos que deslizaba trozos de carne humana en la comida de sus víctimas, por lo que éstas incurrían en una «deuda de carne» que les producía antojos antinaturales que podían llegar a empujarlas a comerse a toda su familia. Esta sociedad secreta de brujos se consideraba el gobierno invisible del país. Por tanto, el poder se institucionalizaba como un poder maligno y cada nueva generación surgía un movimiento de caza de brujos para desenmascarar a los culpables y poder destruir, de forma efectiva, cualquier estructura emergente de autoridad.
Caso 3: Las tierras altas de Madagascar, donde viví entre 1989 y 1991, eran un lugar muy diferente. La zona había sido el centro del Estado malgache, el reinado de Merina, desde principios del siglo XIX, y resistió muchos años el duro gobierno colonial. Durante el tiempo que estuve allí, existían una economía de mercado y, en teoría, un gobierno central, dirigido por lo que se consideraba la «burguesía merina». Pero lo cierto es que este gobierno se había retirado de la mayor parte de comunidades rurales y campesinas, y éstas se gobernaban a sí mismas. En muchos sentidos se las podía considerar anarquistas: la mayoría de las decisiones locales se tomaba por consenso en instituciones informales, el liderazgo se colocaba, en el mejor de los casos, bajo sospecha; se creía que era un error que un adulto diera órdenes a otro, especialmente si lo hacía de forma continuada, por lo que incluso instituciones como el trabajo asalariado se consideraban moralmente sospechosas. O para ser más precisos, se consideraban no malgaches, pues así se comportaban los franceses, los reyes malvados y los dueños de esclavos. La sociedad era, por encima de todo, muy pacífica, aunque también se hallaba rodeada de una guerra invisible. Todo el mundo tenía acceso a espíritus o hechizos peligrosos o podía permitirles la entrada; la noche estaba dominada por brujas que bailaban desnudas sobre tumbas y montaban a los hombres como si fueran caballos. Todas las enfermedades se debían a la envidia, el odio y los ataques mágicos. Y aún más, la brujería mantenía una extraña y ambivalente relación con la identidad nacional. Si por una parte se hacían referencias retóricas al pueblo malgache como igual y unido «como cabellos en una cabeza», eran escasas las referencias a la igualdad económica si alguna vez se invocaba. De todos modos, se asumía que la brujería destruiría a cualquiera que se hiciera demasiado rico o poderoso; y se tenía esta brujería como algo maligno pero al mismo tiempo como una seña de identidad malgache (los hechizos eran solo hechizos, pero los hechizos malignos eran «hechizos malgaches»). Los rituales de solidaridad moral, donde se invocaba el ideal de igualdad, se producían precisamente en el transcurso de aquellos rituales dirigidos a eliminar, expulsar o destruir esas brujas que, perversamente, eran la encarnación retorcida y la aplicación práctica del ethos igualitario de la propia sociedad.
[ David Graeber antropólogo eta ekintzailearen Fragmentos de antropología anarquista liburuaren zatitxo bat]
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