Más allá de esto
Un buen día se presentó en mi casa un gran amigo, Álvaro. A pesar de ser domingo, yo estaba liado con muchas cosas pendientes del trabajo. Me las había llevado a casa para adelantar trabajo antes de empezar la semana.
El timbre de la puerta me molestó, pues estaba muy concentrado. Abrí la puerta con ímpetu. No esperaba a nadie conocido detrás de ella. Al ver su cara, él notó mi sorpresa y se disculpó antes de saludar:
—Perdona que te moleste un domingo, pero quiero hablar contigo.
—Claro, claro. Pasa —dije yo, aún un poco turbado—. ¿Pasa algo grave?
—No, no… nada grave —afirmó tranquilizándome.
Álvaro y yo éramos buenos amigos, pero no nos veíamos muy a menudo. Había estado en mi casa varias veces, pero hacía ya mucho tiempo que no quedábamos en la casa de ninguno de los dos. De hecho, en los últimos tres o cuatro años solo nos habíamos visto en las Navidades y en alguna que otra ocasión esporádica. Cada uno vivía su vida, pero siempre nos habíamos dicho que no necesitábamos vernos a menudo para saber que contábamos el uno con el otro para lo que fuera.
Álvaro estudió medicina con unas notas brillantes y se especializó en cirugía pediátrica. Trabaja en un hospital público y tiene una consulta privada con la que llena todo su tiempo libre. Él no gana mucho. En su consulta privada solo cobra la voluntad. Se dedica a atender a gente con problemas para acceder a los hospitales, con problemas para comprar la medicación, o bien, que no pueden permitirse ciertas operaciones (inmigrantes y gente humilde). Él regala la medicación a todos los pacientes que se lo piden y opera a cientos de niños gratis cada año. Ha salido en el periódico y en televisión haciéndole entrevistas y alabando su dedicación y su solidaridad.
Desde luego, tenía que ser algo grave para que Álvaro viniera a mi casa, sin avisar, un domingo por la tarde. No podía hacer otra cosa que ofrecerle un té, que sabía que le gustaba, y escuchar lo que tuviera que pedirme.
—¡Cuéntame! ¿Qué quieres pedirme? —pregunté con urgencia.
—¿Pedirte? No, no… no quiero pedirte nada —contestó con voz demasiado tranquila para una situación que debía ser importante y urgente.
—¿Entonces? ¿Para qué has venido?
—Solo quiero contarte algo —susurró mientras sonreía ligeramente.
—Pues cuéntame —demandé con decisión.
Álvaro se retrepó en el sofá, hizo un gesto como si fuera a coger la taza de té humeante, pero no lo hizo. Pensé que el té aún quemaba demasiado. Yo estaba intrigado y nervioso. Esperaba que me contara lo que tuviera que contarme y que me dejara continuar con lo que estaba haciendo. En cambio, él no parecía tener prisa y hablaba de forma pausada, intercalando muchos silencios, como si le costara hablar, como si quisiera que cada palabra fuera escuchada.
Lo que Álvaro me contó
—Querido amigo, antes de irme quiero hablar contigo. Sabes que te aprecio aunque no nos hemos visto mucho últimamente.
—Es cierto —interrumpí—, pero aunque no nos veamos cuentas conmigo para lo que sea. ¿Qué tienes que contarme? ¿En qué puedo ayudarte?
—Verás, tú sabes que soy huérfano. Mi madre murió al nacer yo y mi padre murió cuando yo tenía 14 años.
—Fue un accidente laboral, ¿verdad?
—Sí. Mi padre se cayó del tejado del edificio que estaban construyendo. La empresa pagó una multa por no cumplir las normas de seguridad, pero a mi padre no me lo devolvieron vivo.
En ese momento, se hizo un silencio incómodo. No hubiera sido correcto meterle prisa, pero mi mente estaba pensando en todo lo que había planeado hacer aquella tarde. En cambio, allí estábamos los dos, contemplando en silencio nuestras humeantes tazas de té verde.
Le miré y le hice un gesto para que bebiera, pero no lo hizo. Al menos, continuó hablando:
—El día que murió mi padre yo estaba en mi casa. Mis abuelos me recogían del colegio, porque mi padre llegaba bastante tarde de trabajar. Trabajaba en una obra que estaba a unas dos horas de distancia y mis abuelos ya estaban jubilados y no tenían más hijos ni nietos a los que atender.
La conversación se estaba desviando por un tema que, por una parte, era doloroso para él, y por otra, no era lo que había venido a contarme. Yo quería reconducir la conversación pero no sabía cómo. Mientras él hablaba de su padre, yo intenté cortarle diciéndole algo que encarrilara su discurso a lo que había venido a decirme.
—Tuvo que ser muy duro perder a tu padre, pero lo superaste muy bien —comenté con la esperanza de zanjar ese asunto y de que cambiara el tema.
—Sí… bueno… no exactamente. Es cierto que mejoré mis notas. Yo era un estudiante malísimo y me puse a estudiar a tope. Pero también sufrí un shock y tardé años en encajar casi todas las piezas. La última pieza, de hecho, la he encajado hoy.
—¡Hoy! —exclamé con sorpresa.
—Un día, yo estaba en mi cuarto encerrado. Mis abuelos me encerraban para que hiciera los deberes, pero yo no hacía nada y me entretenía con cualquier cosa… Estaba tumbado en la cama cuando mi padre entró por la puerta. Yo me incorporé rápidamente de la sorpresa y le dije que aquel día había llegado pronto a casa. Él se quedó junto a mi cama y me preguntó si había hecho los deberes y si había estudiado un poco. Yo fui sincero. Le dije que no, a todo. Pensaba que me iba a regañar, pero solo me dijo que tenía que esforzarme un poco más en la vida, pero que no abandonara mi esencia porque yo tenía un buen corazón.
Álvaro estaba afectado pero yo no entendía que Álvaro viniera a mi casa, sin avisar, y se pusiera a contarme todo esto del pasado. Sin duda, tenía que desistir de terminar las tareas del trabajo. Así pues, me relajé para escuchar y él continuó su relato:
—Cuando mi padre salió de la habitación sentí el alivio de no haber recibido una reprimenda, pero también la sensación de estar perdiendo el tiempo miserablemente. Entonces, recordé que mi padre me tenía que firmar una autorización para ir a una excursión del colegio. Busqué el papel en mi mochila y salí de mi cuarto gritando «¡Papá! ¡Papá! ¡Tienes que firmarme esto!». Cuando llegué a la cocina, mi abuela me dijo que mi padre aún no había llegado del trabajo. Yo le dije que sí había llegado y que yo lo había visto. Se estaba riendo de mí cuando empezó a sonar el teléfono. Mi abuelo se adelantó a cogerlo y yo, que estaba cerca, escuché perfectamente lo que le dijeron a mi abuelo tras identificarse. Las palabras que salieron del pequeño altavoz a bajo volumen causaron un alto impacto en mí: «Siento decirle que su hijo ha sufrido un accidente y hace una hora lo llevaron al hospital».
Álvaro nunca me había contado aquello. Yo me quedé helado, pero no se me ocurrió nada que decir. Eso había ocurrido hace ya muchos años. No me parecía bien consolarlo por aquello. Y tampoco parecía que él estuviera afectado. Yo diría que yo estaba más conmovido que él. Tras una breve pausa, continuó hablando:
—Cuando fuimos al hospital nos confirmaron que mi padre había ingresado cadáver. Pero… ¡Yo lo había visto en mi casa! ¿Entiendes? ¡Mi padre me habló! ¿Cómo es posible que yo lo viera en mi cuarto y a la vez estuviera trabajando en la obra? Estuve meses intentando responder a esa pregunta hasta que me puse a comparar la hora del accidente con la hora en la que mi padre me visitó. Averigüé la hora de la llamada de teléfono anunciando el accidente. Y consulté la hora del fallecimiento en la ambulancia que constaba en el informe médico oficial. Según mis cálculos, mi padre me visitó unos siete minutos después de fallecer en la ambulancia.
Al terminar esa frase noté que el vello de los brazos se me erizó. Por un momento, pensé que estaba bromeando, pero su semblante era el mismo que al principio. Yo estaba petrificado y no articulé palabra, pero él siguió hablando con tranquilidad:
—Ahora entiendo que cuando uno muere, tiene un tiempo para visitar a quien quiera, para despedirse, siempre que lo considere positivo. Cuentan que Jesús también se apareció a los Apóstoles, ¿no?… ¿A quién elegirías tú? Yo, por ejemplo, elegiría a mi madre, pero eso no sería “positivo”. A mi madre le daría un infarto si me apareciera a ella después de muerto. Hay que elegir bien a la persona. ¿A quién te presentarías tú si murieras ahora?
—¿Yo? —titubeé ante una pregunta tan extraña—. No sé. Supongo que a nadie. No tengo a nadie a quien yo le importe mucho. Vivo solo y no tengo muchas amistades, ya sabes. Me gasto mi dinero principalmente en mí, por lo que poca gente tiene algo que agradecerme o quiere cuentas conmigo. Envidia, ya sabes… ¿Sabes? Tal vez yo me presentaría a ti después de muerto, para despedirme… jajaja…
Mi risa sonó como con eco, pero al callarme, volvió el silencio a la sala.
El mensaje
—Escucha Álvaro —le pedí con tacto—, te agradezco tu visita, pero tengo cosas que hacer para mañana del trabajo. Conseguiré un buen plus si termino un asunto a tiempo. Te agradezco también tu confidencia, pero si no tienes nada más que decirme, me gustaría ponerme a trabajar.
—Sí tengo algo más que decirte. De hecho, aún no te he dicho lo que he venido a decirte.
—¡Ah! —exclamé yo con tono de sorpresa— ¿A qué esperas?
—Dado que tenemos poco tiempo, intentaré ser breve. No te enfades, pero intuyo que no eres feliz. Te dedicas al trabajo y es un trabajo que no te gusta. Ganas bastante dinero, pero no lo compartes y no imaginas la felicidad que recibes cuando compartes. Solo quiero pedirte que compartas tu vida, tu dinero y tu casa. Aquellos con quienes lo hagas, te darán felicidad. No sé si conoces a más gente que pueda hablarte tan claro sin que te enfades. Yo sé que yo puedo, porque nuestra amistad es fuerte y estoy seguro de que no te vas a enfadar conmigo. Yo conozco tu esencia y tú tienes un buen corazón.
En ese momento sonó mi teléfono que estaba sobre la mesa. Me levanté, lo cogí y, sin descolgar aún, le objeté a Álvaro:
—Por supuesto que no voy a enfadarme contigo, pero opino que has sido un poco duro conmigo. Vale que tú seas un médico altruista, pero no todos tenemos que ser así… Perdona, pero voy a contestar al teléfono… ¡Es Manolo!
Me fui a la cocina a tomar un poco de agua mientras contestaba al teléfono:
—¡Hola Manolo! ¿Que tal estás?
—Bien, ¿Y tú? —se oyó al otro lado del teléfono.
—Bien, bien… ¿A que no sabes con quién me estoy tomando un té?
—Escucha… tengo algo importante que decirte —añadió con una voz que me pareció temblorosa y un poco entre lágrimas.
—¿Qué pasa, Manolo? No me preocupes.
—Es Álvaro. Ha sufrido un infarto al corazón. No ha aguantado. Me ha llamado su familia desde el hospital y voy ahora mismo para allá. Si quieres te recojo en tu casa.
—Manolo, déjate de bromas. Álvaro está aquí, en mi casa, tomando un té y…
Mientras decía eso, me volví al salón de mi casa y allí estaba la taza de té fría de Álvaro, pero no había nadie.
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